Cuando me planteo cuál, por encima de otras, es la característica que más nos puede diferenciar a los adultos de los bebés es, para mí sin ninguna duda, la capacidad de asombro.
Si uno observa con detenimiento a un bebé, digamos, cerca del año y medio como es el mío, en una época en la que exploran, investigan, indagan, prueban, se equivocan, rectifican, se acuerdan, se vuelven a equivocar y vuelven a rectificar, nunca pierde su capacidad de asombro.
Así, expresiones en las que abre la boca en forma de una “O” enorme o pone los ojos como platos o incluso mueve los brazos para expresar la sorpresa se ven con mucha frecuencia.
Y no importa que sea por cosas que ha visto una y otra vez. La capacidad de asombrarse esta ahí.
Ya puede estar en brazos de su madre y venir yo de trabajar, acercarme como si fuera a pillarle y su cara cambia, se esconde como puede en el regazo de su madre, se rebulle, se agita, pone una de esas expresiones que he comentado, se ríe.
Se les nota felices con el asombro. Conviven con él y forman parte de su pequeña vida. Y al igual que se asombran por acciones de sus padres, lo hacen con sus propios descubrimientos. Y, de nuevo, carece de importancia que haya hecho antes la misma cosa cientos de veces. Seguirá cambiando la cara cuando toca un juguete que suena o tira una bola que rueda o agita una botella con líquido y produce sonido al moverse.
Seguirá empapándose del mundo que le rodea con el ansia que se tiene en esta etapa de su vida y que, sin ninguna duda, está alimentada por esa capacidad de asombro que le hace avanzar en el camino, que le hace no conformarse, buscar más, repetir las cosas hasta asimilarlas, buscar cosas nuevas, nuevos retos, nuevas metas, alicientes que llenen sus días para que así, poco a poco, consigan llegar a lo que somos sus padres, adultos con casi todo vivido y sin apenas capacidad de asombro.
Lo que te quitan los años…
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